20/10/2025
LA GATA QUE ESPERÓ SU MOMENTO
—¿Otra vez te vas, pequeño? —maulló con ternura Brisa, mientras veía cómo un voluntario del refugio metía a uno de los últimos cachorros en una transportadora.
El gatito se giró, curioso, pero no entendía. Solo era emoción por lo nuevo. Brisa, en cambio, entendía demasiado bien.
Llevaba ocho meses allí. Ocho meses viendo entrar y salir a decenas de humanos. Ocho meses cuidando gatitos huérfanos, lamiéndoles las orejas, enseñándoles a jugar sin arañar. Ella era la “tía Brisa”, la que siempre estaba. Pero nadie preguntaba por ella.
—¿Por qué no la adoptan? —preguntó un niño una vez.
—Ya tiene cinco años —respondió la voluntaria, con un suspiro.
El niño se encogió de hombros y abrazó al cachorro de turno. Brisa se volvió a su rincón, con la mirada en el suelo.
Y así pasaron los meses.
Los voluntarios la adoraban, sí. Le llevaban mantitas limpias, le hablaban con cariño. Pero el refugio no era un hogar. Las luces se apagaban pronto, los sonidos eran fríos, y siempre, siempre, había despedidas.
Una tarde de otoño, cuando los árboles ya comenzaban a soltar sus hojas, llegó ella. Se llamaba Natalia. Tenía 38 años, una mochila en la espalda y la mirada de quien había vivido más de lo que quería contar.
Entró despacio, sin buscar nada en concreto. Observó las jaulas, las camitas, los carteles con nombres escritos a mano. Hasta que la vio.
Brisa estaba sentada, erguida, con el pelaje brillante y los ojos amarillos fijos en los de Natalia. No hizo ningún gesto. Solo la miró.
—¿Cómo se llama? —preguntó Natalia.
—Brisa. Tiene cinco años. Está esterilizada, vacunada, y… bueno, sigue esperando.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí?
—Ocho meses. Ha criado más gatitos que muchas mamás gatas.
Natalia no dijo nada. Se agachó frente a la jaula y extendió la mano. Brisa no se acercó. Solo bajó la cabeza. Un gesto mínimo, como si dijera: “Estoy cansada, pero aún aquí”.
—Quiero conocerla —dijo Natalia.
La voluntaria abrió la jaula. Brisa salió despacio, caminando con dignidad. Se acercó, olió los dedos de Natalia… y sin más, se sentó a su lado.
No hubo saltos, ni ronroneos. Solo un silencio lleno de comprensión. Como si ambas se reconocieran en el cansancio, en la espera, en la esperanza suave.
Esa tarde, Brisa se fue por primera vez en una transportadora.
En el nuevo hogar no había juguetes de colores ni niños gritando de emoción. Había una manta cálida sobre un sofá, una ventana soleada y una mujer que le hablaba como si hablara consigo misma.
—No estás sola, Brisa. Ni tú ni yo.
Pasaron los días. Brisa aprendió el sonido de la cafetera, los pasos de Natalia por la mañana, el olor del otoño entrando por la ventana. Aprendió que el silencio también podía ser hogar.
Y Natalia, que no había llorado en años, se encontró un día abrazando a Brisa y diciendo:
—Gracias por quedarte conmigo.
Porque a veces, el corazón también se adopta.
Ankor Inclán