01/09/2025
Había un hombre sin hogar que “acampaba” en el garaje cubierto donde estaba ubicada mi oficina. Se le veía acurrucarse allí por la noche, junto con su pequeño perro, un mestizo de terrier desaliñado. Cuando pasaba por el garaje camino a almorzar, a menudo me fijaba en dónde estaba y luego le llevaba una hamburguesa y una bebida. Siempre partía el sándwich por la mitad, comía una parte y le daba la otra a su perro. Comencé a llevarle una bolsa de croquetas cada mes y él se esmeraba mucho en mantenerla seca. Su perrito viajaba en el asiento infantil del carrito de supermercado a dondequiera que fueran.
Una mañana de invierno especialmente fría, noté que su perro no estaba y él parecía completamente abatido. Le compré un café y me explicó que la ciudad había recogido a los indigentes y los había llevado al albergue porque hacía un frío extremo, y le quitaron a su perro. Lo llevaron al refugio local (sin licencia, sin placas, sin vacuna antirrábica). Me quedé horrorizado.
Tomé la mañana libre, lo recogí en el garaje y lo llevé al refugio, donde pedimos buscar a su “perdido” amigo. Cuando la encontramos, ella armó tal alboroto de pura alegría al verlo: ladridos agudos, chillidos, movimientos incontrolables. Sus patitas se colaban entre la reja intentando tocar a su dueño, mientras sus dedos acariciaban su pequeña carita.
Pagué la licencia, las vacunas básicas y la tarifa de recuperación, y él regresó en silencio abrazándola tan fuerte que pensé que la rompería. Al bajarnos, le pedí que la cuidara bien. Me abrazó, hizo que Sasha (su perrita) me diera un besito de agradecimiento y se apresuró hacia donde había escondido su carrito.
Entiendo la necesidad de mantener a estas almas seguras, pero quitarle a su única e innegable amiga —aunque legalmente justificado— fue dolorosamente injusto en muchos otros niveles.
Cualquier acto de bondad puede cambiar vidas… sin importar lo grande o pequeño que sea.
Créditos: a sus respectivos dueños 📷