
13/05/2025
La fila más triste de Berlín, 1926
Una fría mañana de otoño, la calle frente al centro municipal no olía ni a pólvora ni a pan. Olía a algo más denso. A desesperación.
No era una protesta, ni una marcha. Eran ciudadanos comunes... haciendo fila con sus perros.
No ladraban. No tiraban de las correas. Solo estaban ahí, tumbados junto a quienes amaban con devoción, creyendo que era otro paseo más.
La ciudad, asfixiada por impuestos, había impuesto una cuota para tener perros. Para muchos, era pagar o alimentar a sus hijos. Y eligieron... lo que no tenía vuelta atrás.
Con manos temblorosas y miradas vacías, decenas entregaron a sus compañeros más fieles. No por crueldad. Por necesidad. Por hambre.
Un anciano, casi sin fuerza, acariciaba a su perro por última vez.
—Perdóname, Max —susurró.
Max aún movía la cola. Sin entender. Confiando.
Lo que se sacrificó ese año no fue solo vida animal. Fue compañía. Fue alegría. Fue el último refugio de miles de corazones rotos.
Porque hay momentos en que la historia no se mide en guerras ni en tratados, sino en los ojos de un perro que nunca dejó de creer… aunque el mundo ya se hubiese rendido.