
21/08/2025
El refugio estaba al final de un camino polvoriento, rodeado de árboles secos y paredes desconchadas. No era un lugar bonito, ni mucho menos cómodo. Pero había algo en su silencio que abrazaba.
Laura llegó allí por recomendación de su terapeuta. Tenía 38 años, una tristeza que no se quitaba con pastillas, y un divorcio recién firmado que le había dejado el alma en cueros.
—No quiero adoptar —dijo al llegar—. Solo quiero mirar.
La voluntaria asintió sin presionar. Sabía que, a veces, la gente venía no a buscar, sino a ser encontrada.
Pasó entre jaulas, saludó a perros alegres, gatos juguetones, cachorros que lloraban con ojos enormes. Pero ninguno la miró como lo hizo él.
Un gato flaco, viejo, gris, de ojos descoloridos, acostado en la esquina más oscura del último cuarto.
—¿Y ese?
—Ese es Simón —dijo la voluntaria, bajando la voz—. Tiene 17 años. Está casi ciego, le faltan algunos dientes, y no juega. Lleva aquí cuatro años. Nadie lo quiere.
Laura se quedó en silencio.
Se agachó. Simón no se movió. Ni un maullido. Solo giró la cabeza lentamente… y la miró. No con tristeza. Ni con súplica. Con algo más profundo: reconocimiento.
—Me lo llevo.
La voluntaria parpadeó, sorprendida.
—¿Segura? Es muy mayor. No se adapta rápido. No da cariño. Solo… está.
—Lo sé —respondió Laura—. Por eso.
Lo llevó en silencio, en una caja de cartón con una mantita azul. Lo colocó junto a la ventana de su pequeño piso y le dijo, sin saber por qué:
—Tienes permiso para quedarte… aunque no me mires, aunque no me sigas. Aunque solo quieras dormir. Yo tampoco tengo ganas de nada.
Simón no se movió por dos días. No comía si Laura no estaba en la habitación. No buscaba caricias. No pedía mimos. Solo existía. Como ella.
Pero había algo sagrado en esa coexistencia. Dos presencias rotas que no se exigían estar bien.
Una noche, Laura lloraba en el suelo del baño, abrazada a sus piernas, con el corazón enredado. No hizo ruido. No llamó a nadie. Solo dejó que todo saliera. Hasta que sintió algo caliente en su pierna: Simón, acostado junto a ella. Ronroneando por primera vez.
Desde entonces, no se separaron.
No hacían mucho. No eran espectaculares. Pero se acompañaban en lo simple: ver llover, mirar series, compartir trocitos de pescado cocido, respirar juntos. Simón dormía sobre su pecho cada vez que Laura tenía un mal día. No por instinto. Sino porque sabía.
Él no vivió mucho más. Año y medio después, murió en su mantita azul, al sol de la ventana, con la cabeza apoyada en el regazo de ella. No hubo que llevarlo al veterinario. Eligió su momento. Como el que ya ha cumplido su misión.
Laura no adoptó otro gato. No por miedo. Sino porque entendió que Simón no era reemplazable.
Hoy, en su nueva casa, con nuevas plantas, nuevos libros, y un nuevo amor que llegó sin buscarlo, sigue teniendo una foto enmarcada de él. Y a veces, en noches sin sueño, se sienta en el suelo del baño, acaricia el marco, y susurra:
—Gracias por enseñarme que no hay que hacer nada especial para ser necesario en la vida de alguien.
“Algunos animales no llegan para curarte… sino para quedarse contigo mientras te curas tú.”