
04/07/2025
Roselle, la labradora heroica que guió a su dueño ciego a la vida en el 11‑S
El 11 de septiembre de 2001, el cielo de Nueva York estaba despejado y el sol se reflejaba en las Torres Gemelas. Michael Hingson, ciego de nacimiento, se encontraba como cada mañana en su oficina, en el piso 78 de la Torre Norte del World Trade Center. Junto a él, tumbada tranquilamente bajo su escritorio, estaba Roselle, su perra guía, una labradora amarilla entrenada para ser sus ojos en un mundo que él jamás había visto, pero que conocía mejor que muchos.
A las 8:46 de la mañana, un estruendo rasgó la rutina: el vuelo 11 de American Airlines impactó la torre, dieciséis pisos más arriba de donde Michael y Roselle se encontraban. El edificio tembló, trozos del techo empezaron a caer y el humo se filtró por los pasillos. A su alrededor, el caos se extendía como un incendio invisible: gritos, cristales rotos, el olor del queroseno quemado. Pero en medio de ese in****no, Roselle permaneció tranquila. No ladró. No tembló. No tiró de la correa. Simplemente se sentó, miró a Michael, y esperó sus instrucciones, como si supiera que, en ese momento, la diferencia entre la vida y la muerte sería su calma.
Michael se agachó, acarició su cabeza y respiró hondo. Había entrenado años para confiar en ella. Ahora, no había vuelta atrás. Juntos se encaminaron hacia la escalera de emergencia. Mientras bajaban, el humo se espesaba y la multitud crecía. Los gritos llenaban el hueco de la escalera, mezclándose con la sirena de los bomberos que subían mientras ellos descendían. Roselle avanzaba paso a paso, marcando el ritmo. A veces se detenía cuando alguien tropezaba, esperando paciente a que todos volvieran a moverse. A su alrededor, muchas personas vieron en esa perra y su dueño una tabla de salvación: empezaron a seguirlos, convencidos de que, si una perra guía podía bajar 78 pisos, ellos también podrían hacerlo.
Algunos tramos estaban oscuros, otros llenos de polvo que quemaba los ojos. Para Michael, la oscuridad era la misma de siempre. Para Roselle, cada obstáculo era un nuevo desafío: esquivar escombros, esquivar cables sueltos, mantener a Michael a salvo de las paredes ardientes y del pánico que podía derribarlos en masa. Durante casi una hora, descendieron escalón tras escalón. Cuando por fin pisaron la calle, la Torre Sur ya estaba envuelta en llamas. Apenas tuvieron tiempo de orientarse cuando se desplomó sobre ellos una nube densa de polvo y acero. Roselle tiró de la correa hacia una estación de metro cercana, guiando a Michael, que respiraba a través de un pañuelo húmedo, y a quienes los seguían, hacia un lugar más seguro.
Michael contaría después que, en ese momento, mientras todo a su alrededor colapsaba, Roselle seguía moviendo la cola. No mostraba miedo. Solo una determinación silenciosa, como si supiera que todavía no había terminado su trabajo. Y así fue: una vez bajo tierra, Roselle se sentó de nuevo junto a Michael, tranquila, vigilante, recordándole que, pese a todo, estaban vivos.
La historia de Michael y Roselle dio la vuelta al mundo. Recibieron premios, medallas y reconocimientos como la Medalla Dickin, la más alta distinción para animales por actos de valentía. Pero más allá de cualquier trofeo, la verdadera recompensa era la vida que compartieron después. Roselle siguió siendo sus ojos durante años, hasta que en 2011 una enfermedad se la llevó, pero su legado quedó para siempre.
Hoy su historia nos recuerda algo esencial: la verdadera fidelidad no se mide en días soleados, sino en las tormentas más oscuras. Un perro como Roselle enseña que la lealtad y la ayuda desinteresada de los animales pueden sostenernos cuando el mundo parece venirse abajo. Su valor demuestra que, a veces, el amor más puro y la guía más firme llegan en cuatro patas, sin pedir nada a cambio, excepto confianza.
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